El señor octogenario estaba sentado sobre la roca, colocada al lado de la puerta trasera de su morada campestre. Sus deterioradas e hinchadas manos, desplomadas sobre las rodillas, soportaban la lasitud de su cuerpo de señor ya mayor. Apenas miraba al frente, sólo para lanzar breves vistazos con hastío al almendro, huérfano y solitario al lado del resto de pimpollos de otras especies, y que con tanto esmero había cuidado su esposa los últimos tres años de su existencia. Se armó de coraje y decidió fijar la visión sobre éste, aunque con cierto rencor, pues sentía que no merecía su apreciación. Varios años se mantenía con vida el vegetal, pero nunca había observado en todo ese tiempo la mudanza del color de su tronco; permanecía verde, endeble y enjuto, como si se negara a evolucionar desde la adolescencia a la madurez. Ni frutos maduraban en su ramaje, siempre estaba vacío de hojas año tras año, mas no de su perenne gama rosácea, tal como si buscase perpetuar un eterno embarazo más allá de los nueve meses. Aparentaba ser un árbol frágil e inservible, pero con cierto donaire. Sus delicadas flores vivían en las ramas, amontonadas, formando de manera fascinante algún que otro trío e incluso cuartetos y quintetos, imperturbables. Pero el hombre ya no lo quería en su plantación. Siempre había pensado que ese ser vivo sin habla se le rebelaba.
–Acabaré contigo, maldito almendro. Ayer no me diste opción, pero hoy lo haré. Rosaura te sembró, pero yo te arrancaré. –gruñó el dueño con leve enojo.
Se levantó del rocoso asiento, algo torpe, a la vez que emitía un jadeo de cansancio, y se aproximó con lentitud hasta encontrarse a pocos metros del mismo. Al costado había un hacha clavada sobre un pequeño tronco talado. Tensó la mandíbula y frunció el ceño para proporcionarse arrojo a sí mismo, y aún con debilidad agarró la herramienta. Hizo ademán de golpear el filo contra la delgada corteza aceitunada, pero las fuerzas le flaquearon. Lanzó el utensilio a la arenosa tierra labrada, y se dejó abatir.
– ¿Por qué no me dejas acabar contigo, miserable? Nunca me serviste. Sólo le fuiste útil a Rosaura.
–refunfuñó mientras derrumbaba la mirada a sus pies.
El colérico longevo permaneció mudo un instante, como si pretendiese escuchar la respuesta del almendro, sin embargo éste se limitó a contestarle con una trivial agitación de sus ramas, movidas por una corriente de brisa fresca. Y tras ello, percibió el silencio de varios segundos infinitos.
–Siempre se lo recordaba. Las cosas se hacen a mi manera y en mi huerto mando yo. Eso le decía. Pero ella nunca hacía caso. –continuó con cierta rabia contenida.
Se sentó fatigoso bajo la floreada copa del árbol, y apoyó su columna sobre él. Cerró los párpados y relajó sus manos a ambos lados de su torso ausente.
–Ella siempre se reía… Demasiado despreocupada era. Siempre danzando como una ingenua, como una niña. Y yo le reñía. –siguió con su discurso, mientras transmutaba su estado de ánimo. –Ni descendientes me dejó. Ni un hijo me pudo dar… –finalizó con un hilo de voz.
Volvió a reinar el silencio, pero el viento ya no estremeció de nuevo los esqueléticos brazos de madera del almendro. El hombre abrió la boca, que había dejado sellada, para pronunciar con resentimiento alguna otra frase; pero apenas se lo permitieron las cuerdas vocales. Le brillaron las pupilas.
–Rosaura… Rosaura… –musitó. –Tan bonita siempre, tan coqueta… con las flores que te colocabas en el cabello…
El abuelo terminó de debilitarse, y comenzó a respirar fuerte mientras entraba en un estado onírico. De inmediato, tras su espalda el color esmeralda de la corteza comenzó a oscurecerse y a adquirir una robustez inusual, de forma paulatina, y una a una, las flores que vestían la melena del almendro fueron desprendiéndose de sus asideros, gráciles como lágrimas, ligeras, tenues. Se quedó el árbol en completa desnudez sobre un vivo manto aromático, y la última de ellas cayó sobre sus arrugados labios, a la par que se deslizaba con sutileza.
Y al fin, de un brote nació un incipiente almendruco.