Ella se sentía sola. Su sexo desamparado. Todavía recordaba, mas a rasgos imprecisos, la última ocasión en la que había sido gozada. Él la había estado tocando aquella tarde dominical hacía varios meses, por dentro del pantalón vaquero, con su cremallera deslizada hasta casi rasgar la costura, bajo el cual su cándido y suave pubis permanecía oculto. La playa estaba deshabitada, y los dos furtivos se mordían los pellejos de los labios, y exhalaban los alientos en las contrarias bocas, como si pretendiesen nutrir con sus propios aires vigorizantes el uno al otro, a la par que se acariciaban con codicia, unidos como dos siameses. Aquella tarde, fue sólo aquella tarde.
Pero estaba sentada frente a la orilla del mar, con su vestido ligero de flores hasta los tobillos, apoyada sobre sus manos a ambos lados. Miraba las olas, acercarse y retornar, con su ritmo cadencioso, penetrando dentro de la arena, saliendo fuera de la arena, mojando la tierra ya empapada, de manera sosegada, sin prisa. Estiró su espina dorsal a la vez que susurraba un leve gemido de placer, y cerró los párpados. Miró con los ojos ciegos hacia el cielo e hizo crecer su melena, alborotada por el viento, hasta dejar que tocara con sus puntas los granos de color ocre. Las motas arenosas, transportadas por la brisa, lentamente iban sedimentándose en la profundidad de sus mechones castaños y en cada uno de los segmentos de su piel descubierta. Flexionó las piernas, lo que permitió que el final del etéreo vestido se hiciera más corto, y mostró sus firmes muslos al mar, aunque con modestia. Permaneció varios minutos inmóvil, con la sensación de la corriente perfumada a sal besando la epidermis de sus pantorrillas. Volvió a gemir. Terminó por acostarse sobre la arena, y abrió los brazos para sentir la inmensidad de su soledad.
Ella se sentía sola. Su cuerpo desamparado. Todavía recordaba, mas a rasgos imprecisos, la última ocasión en la que había sido acariciada. Él había dejado de palpar su sexo, obligado por un impaciente mandato de la mujer. Se desnudaron con la mirada y con las manos, y tras ello se subió, cual amazona, sobre la montura de su pelvis. Estampó los labios por cada rincón de su cuello, enésimas veces, a la vez que saboreaba la carne, alternando frenéticas succiones como si quisiera absorber la energía vital del hombre. Mientras tanto, el valle de entre los montículos ya comenzaba a friccionarse contra la roca, los labios ya empezaban a abrazar al miembro, la boca inferior ya acallaba a sus lamentos. Entró dentro de ella, muy despacio pero sin dificultad, como untado en aceite, resbaladizo, y se instaló en lo más hondo. E hicieron el amor. Aquella tarde, fue sólo aquella tarde.
Pero estaba acostada frente a la orilla del mar, con su vestido ligero de flores hasta los muslos, extendida en plenitud con sus manos a ambos lados. Miraba la negrura de sus párpados y la blancura de sus pensamientos, mientras respiraba siguiendo el compás del sonido de los lengüetazos de agua salada. La arena iba enterrándola con lentitud, en tanto que la mujer se dirigía hacia la puerta de su reino de sueños. De súbito, un pequeño golpe de aire se alojó en sus pies, y comenzó a deslizarse desde las uñas de los dedos hasta subir a las rodillas. La falda del vestido se levantó más aún con el revoloteo, y el pícaro elemento invisible continuó su trayecto pasando por los senos, lo que convirtió en benéficas lanzas a sus pezones. Prosiguió hasta llegar a su boca, que ella abrió para alimentarse, pero no logró cazarlo y se escapó falleciendo en las raíces de su pelo. Arrojó un suspiro con deleite, y sus piernas perdieron la timidez y se desplegaron. Las mantuvo entornadas, esperando que el viento volviera a acariciarla, a la vez que clamaba por él en sus plegarias internas. La escuchó. A los pocos minutos percibió la brisa recorriendo de nuevo su piel, pero en lugar de continuar caminando por el sendero de sus curvas, se detuvo en el lugar cálido de entre sus piernas. Jadeó por tercera vez y se dejó tocar, con sus muslos muy rígidos, y envuelta en una gran excitación sensual.
Ella se sentía sola. Su alma desamparada. Todavía recordaba, mas a rasgos imprecisos, la última ocasión en la que había sido amada. Efectuaron el último de los galopes y alcanzaron el clímax al unísono, a la par que se gritaban en sus bocas desgastadas, con afán. Se miraron, aún con los labios fundidos, y comenzaron a reducir la intensidad hasta ya sólo trotar, mientras se separaban los rostros e iban igualando la respiración a la de sus inicios. El miembro todavía palpitaba dentro, aunque cada vez más pausado, agotado, como los coletazos de un eco dispersándose en la lejanía, y ella seguía emanando su fluido, y también palpitaba. Tiritaba el corazón de su sexo pero aun más el de su pecho. Se amarró a él, con un abrazo más largo en intención que en acto, y con los ojos se separaron. Volvieron a vestirse, y mientras se recolocaba uno de los tirantes de su camiseta lo contempló irse. Le fue perdiendo de vista a cada nuevo paso que hundía en la arena, y ya se marchó. Lo supo tras ver desaparecer su cabeza morena tras una duna.
Pero estaba flotando frente a la orilla del mar, con su vestido ligero de flores hasta las clavículas, casi en trance, como una deliciosa y sugerente lunática. Se ahogaba en sus propias lubricaciones, gemía y se retorcía, pues el viento intentaba ahondar en sus profundidades. Abrió las piernas a más no poder, a la vez que empujaba la pelvis contra su amante de aire, y comprimía las paredes de su húmeda caverna, como para pretender acapararle, poseerle, atraparle. Éste entraba y salía dejándola en la incertidumbre, pero a la vez provocando más su ardor. Tensó bien las muñecas y cogió dos montañas de arena, que intentó mantener en sus puños, tal como si quisiera sostenerse a algo imaginariamente estable, y cuando las motas iban resbalando y consumiéndose entre sus dedos alcanzó el ansiado orgasmo. Gritó para nadie y para ella. Sonrió y abrió los ojos. Se quedó quieta un instante hasta que la brisa dejó de rozarla, y se incorporó. Volvió a vestirse, y mientras se recolocaba uno de los tirantes de la parte superior de su vestimenta lo contempló irse. Le fue perdiendo de vista a cada nuevo remolino que efectuaba en la arena. Miró hacia el mar… Y ya se marchó. Lo supo tras ver desaparecer los tres picos de un tridente tras una ola.
Aquella tarde, fue sólo aquella tarde.