BATIBURRILLO
Ella se sentía sola. Su sexo desamparado. Todavía recordaba, mas a rasgos imprecisos, la última ocasión en la que había sido gozada. Él la había estado tocando aquella tarde dominical hacía varios meses, por dentro del pantalón vaquero, con su cremallera deslizada hasta casi rasgar la costura, bajo el cual su cándido y suave pubis permanecía oculto. La playa estaba deshabitada, y los dos furtivos se mordían los pellejos de los labios, y exhalaban los alientos en las contrarias bocas, como si pretendiesen nutrir con sus propios aires vigorizantes el uno al otro, a la par que se acariciaban con codicia, unidos como dos siameses. Aquella tarde, fue sólo aquella tarde.
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El señor octogenario estaba sentado sobre la roca, colocada al lado de la puerta trasera de su morada campestre. Sus deterioradas e hinchadas manos, desplomadas sobre las rodillas, soportaban la lasitud de su cuerpo de señor ya mayor. Apenas miraba al frente, sólo para lanzar breves vistazos con hastío al almendro, huérfano y solitario al lado del resto de pimpollos de otras especies, y que con tanto esmero había cuidado su esposa los últimos tres años de su existencia. Se armó de coraje y decidió fijar la visión sobre éste, aunque con cierto rencor, pues sentía que no merecía su apreciación. Varios años se mantenía con vida el vegetal, pero nunca había observado en todo ese tiempo la mudanza del color de su tronco; permanecía verde, endeble y enjuto, como si se negara a evolucionar desde la adolescencia a la madurez. Ni frutos maduraban en su ramaje, siempre estaba vacío de hojas año tras año, mas no de su perenne gama rosácea, tal como si buscase perpetuar un eterno embarazo más allá de los nueve meses. Aparentaba ser un árbol frágil e inservible, pero con cierto donaire. Sus delicadas flores vivían en las ramas, amontonadas, formando de manera fascinante algún que otro trío e incluso cuartetos y quintetos, imperturbables. Pero el hombre ya no lo quería en su plantación. Siempre había pensado que ese ser vivo sin habla se le rebelaba.
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«Descansar», finalista en «Premio Narrativa para mujeres», 2012. Libro «Las mujeres cuentan».
Relato que presenté al 1º Certamen Literario de Relato Breve «La Fragua del Trovador», cuyo comienzo debía comenzar con la frase, «Se abrió la puerta del ascensor, y…»
Se abrió la puerta del ascensor y… caí. Como la pluma majestuosa de una paloma, que se desprende porque ha sido arrancada de sus hermanas, ya inservible y debilitada. Caí. Como una gota de lluvia, tan fresca y revitalizante en su nacimiento, pero que en su final se evapora. Caí. Como la gran hoja de un árbol, antaño verde y joven, mas cuando se descuelga está seca. Caí. Como los copos de nieve en invierno, muy ligeros y hermosos, aunque comunes tras su conversión a agua. Caí.
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Relato presentado al premio de relato breve El País, Círculo de Bellas Artes y Alfaguara 2011. El texto debía comenzar con las primeras líneas de El Quijote. “En un lugar de la Mancha (…) galgo corredor”
-¿Ese hombre seré yo?- preguntó el hombre que escuchaba tal afirmación, interrumpiendo una vez más, obsesionado por saber, la oratoria proveniente de los labios finos, disfrazados con carmín mal trazado, de la pitonisa destartalada y caracterizada como una maga del medievo, que se encontraba frente a él, hipnótica ante una gran bola de plástico usurpador del verdadero cristal. La bruja retorció con desgana su gesto, tras haber sido molestada por el cliente en el culmen de su predicción. No pronunció ni una palabra, sólo se limitó a mostrar, ante el semblante incrédulo del estafado, la palma derecha de su mano colmada de anillos de oro y pedruscos ostentosos, haciendo ademán de recibir el precio de su sesión.
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«Descansar». Finalista Premio Narrativa para mujeres 2012. Libro «Las mujeres cuentan». Generalitat Valenciana.
Cuando me miro al espejo, mi imagen es la tuya. Mi mirada es idéntica a la tuya. No me gusta mirar mi reflejo, no me gusta mirar mis ojos. Ya no los veo bonitos como de joven. Antes tenía unos ojos enormes y brillantes, brillantes y radiantes, parecía que hablaban diciendo ¡soy dichosa! Pero ya no cuentan eso. Ahora los veo demasiado feos, como los tuyos a veces, cuando me acercaba a ti de pequeña en tu habitación, después de que el señor padre saliera de ella abrochándose el cinturón. Y cuánto aguantabas. Y cuánto me decías que aguantara. He de irme ya.
Relato erótico-romántico que escribí cuando tenía 19 años…
Hace unos escasos minutos que desperté. Los rayos de un radiante sol despuntan a través de los resquicios de la tenue cortina de este ventanal, situado enfrente de nuestro nido; encontrando mi rostro, todavía encendido, pero derrotado. Soy un caballero que una noche, anoche, como un lobo solitario vislumbrado tan sólo por la luna en la oscuridad, y con dos lunas brillantes en sus ojos de deseo y delirio, luchó valientemente en una batalla por la posesión terrenal, aunque sin saber ciertamente si se alzó victorioso o si se hundió en la mayor de las derrotas, tan humillante, pero dulce a la vez.
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Relato que escribí cuando tenía 15 años, y que ganó un pequeño concurso de narrativa…
Eran exactamente las siete y media de la mañana, hora en la que el ruido interminable e insoportable del “ ¡ti, ti ti!” hacía eco en el oído de Martina. Martina abrió sus enormes ojos negros azabache, que disimulaba muy bien tras las horribles “gafotas” de pasta que llevaba diariamente. “Bueno, ya es lunes”, pensó un instante acostada sobre su cama; y de un súbito impulso, apagó el molesto despertador.
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